La génesis del señor Königsberg
Juan Jacinto Muñoz-Rengel el nacimiento y el desarrollo de una novela tan peculiar como es La capacidad de amar del señor Königsberg.
Cuando busco algo nuevo que leer, me ocurre algo muy parecido a cuando empiezo a escribir un libro. Quiero encontrar algo que me sorprenda, que rompa los moldes y las normas, una historia que no solo me desconcierte sino que me parezca libre, completamente libre y novedosa en forma y contenido. Supongo que, como tantos otros, intento escribir aquello que como lector me gustaría descubrir en los estantes de las librerías.
Y creo en esa magia. Después de tantos años, sigo creyendo en la posibilidad de que cualquier cosa —todas las cosas, también las que capaces de cambiar el mundo o de cambiarnos la vida— puede surgir del papel en blanco. Es casi en lo único que creo.
En esta convicción fue como concebí La capacidad de amar del señor Königsberg, tratando de sorprenderme y divertirme y perturbarme y sabotearme a mí mismo. La primera idea era sencilla: ¿qué pasaría si mi personaje protagonista no cambiara nunca, si ocurriera lo que ocurriese nunca evolucionara o alterara sus hábitos? Es sabido que para que haya relato tiene que haber cambios, tiene que haber un conflicto y movimiento para que el engranaje narrativo se ponga en marcha. Lo que nos lleva a la segunda premisa: ¿y si todo lo demás cambiara a su alrededor, y si cambiase hasta el extremo de transformar el planeta? Esas dos tensiones, entre el personaje y lo que lo rodeaba, eran sin duda el germen de una novela. La tenía delante, lo sabía, podía intuirlo. Recuerdo que estas ideas me vinieron estando en la playa, un septiembre lluvioso, agotando unas vacaciones tardías bajo una calada sombrilla de paja, sin mucho más que hacer que leer y tomar notas. Ya tenía lo más fácil, el motor de la historia. Lo único que faltaba ahora era hacerla saltar de sus costuras. En realidad, todo lo demás también terminó fraguándose en mi cabeza en aquella playa. Mi mente iba más rápido que mi mano, aparté las notas y acabé grabándome una docena de archivos de audio que años más tarde se convertirían casi sin diferencias en los doce primeros capítulos. Allí estaba ya todo, articulado con frases vacilantes: cómo el individuo del que todos dudaban podría sobrevivir a los demás, cómo el aparentemente menos apto sería la salvación de nuestra especie, cómo el propio libro iría cambiando de género literario según se sucedieran los puntos de giro, ante la inmutabilidad del señor Königsberg, a quien solo atañerían sus propias rutinas y el amor incondicional por su amada. De la realidad estática de una oficina a la deformación kafkiana, del surrealismo a lo fantástico, de ahí a la ciencia ficción, a la literatura postapocalíptica, a la utopía feminista.
Lo peor para mí, sin embargo, fueron esos años. Los años transcurridos. En casa siempre me dicen que tengo que escribir lo que me quema en la mente y en la punta de los dedos en este momento. Y eso creía estar haciendo esta vez, cuando no hace mucho estaba dando forma por fin, negro sobre blanco, a La capacidad de amar del señor Königsberg. Pero los proyectos se acumulan y la vida te arrastra, y cuando me quise dar cuenta había pasado mucho más tiempo del que creía desde aquel septiembre hasta que pude abordar esta historia concreta. Creo que esto es lo más cerca que puedo estar de perseguir mis propios planes. Por suerte, en ese lapso de tiempo tuve una hija, una hija que aquel final de verano no existía y sin la que no habría podido solucionar la inhumanidad de Paul Königsberg. Cuando me encontraba naufragando en el problema, ella misma, con menos de dos años que debía de tener por entonces, me dictó lo que tenía que hacer. Era de noche, estaba a punto de dormirse, y me dijo que ella tenía que aparecer en el libro de los extraterrestres. Con la lucidez que precede al sueño, me dijo todo lo que se encuentra detallado en ese tramo de la novela. La obedecí, claro. Y ese fue el punto de giro definitivo para desarticular al tozudo Königsberg.
Juan Jacinto Muñoz-Rengel
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