La génesis de El aroma de los libros

La autora, Desy Icardi, ha escrito para nosotros un artículo en el que explica el nacimiento de la idea que dio origen a la novela

En los primeros veinte años de mi vida, consideraba la lectura «un hecho», un hábito cotidiano que llevaba a cabo con placer, pero sin darle demasiada importancia, algo así como dormir y comer, actos de cuya necesidad nos damos cuenta tan solo cuando faltan. La lectura era un lujo que daba por sentado hasta que, debido a una enfermedad, mi vista empezó a menguar. A medida que la enfermedad progresaba, mi nariz se acercaba inexorablemente a las páginas, y cuando aplastarme contra el papel ya no fue suficiente, empecé a leer al estilo de Sherlock Holmes, con la ayuda de una lupa. De ser un mero hábito, la lectura se convirtió en un placer incalculable que tan solo podía permitirme en pequeñas dosis y que, día a día, se me iba haciendo cada vez más agotador y valioso.

Cuando la escasa visión residual estaba a punto de obligarme a rendirme, mi «carrera» como lectora se salvó con la llegada de los libros electrónicos, que ofrecían la posibilidad de agrandar el tipo de letra para que fuera utilizable también para los lectores con discapacidad visual. La compra de mi primer libro electrónico fue fruto de infinitas elucubraciones porque, como muchísimos lectores, veía en ese nuevo instrumento un peligro potencial para los libros de papel y las librerías. Sin embargo, el deseo de poder leer de nuevo prevaleció sobre todas mis dudas, y la lectura empezó de nuevo a hacerme compañía en el calor de la cama, en la mesa del bar o en el asiento del tranvía. Fue precisamente en el tranvía —Turín, línea diez— donde maduré la idea sobre la que se asienta la novela El aroma de los libros.

Preguntarse si los pasajeros de tranvía y autobús se convierten en lectores para aligerar el aburrimiento del viaje, o si los lectores eligen estos medios de transporte para tener la oportunidad de leer durante sus desplazamientos es como preguntarse si fue antes el huevo o el gallina; en todo caso, los transportes públicos son salas de lectura semovientes, en las que los lectores se sientan unos al lado de otros. Hace unos diez años, los lectores digitales eran una rareza y, a veces, durante mis viajes en tranvía, podía suceder que un lector «tradicional» me hiciera preguntas sobre mi libro electrónico: «¿Es cómodo? ¿Cansa la vista?». Inevitablemente, a mis respuestas las seguía un monólogo de mi interlocutor, acerca de los motivos por los que nunca se convertiría a la lectura digital: la fascinación de los libros como objetos, el contacto con el papel y, sobre todo, el perfume de los libros.

Me percaté de que mis compañeros de viaje nunca hablaban de olor, sino de perfume: el aroma que inhalaban de las páginas era para ellos algo mágico y delicioso, un accesorio irrenunciable de la lectura. Por supuesto, el perfume de los libros no era extraño para mí —¿cómo iba a serlo? ¡Durante años había leído con la nariz a pocos milímetros del papel!— y no podía evitar la evocación, con una pizca de nostalgia, de las numerosas fragancias del papel impreso: desde el aroma químico de los libros de texto hasta el perfume polvoriento y levemente almizclado de los libros antiguos. Aunque entendía perfectamente el amor que los lectores tradicionales sentían por el perfume de los libros, sus argumentos me molestaban un poco: yo no había renegado del papel por un capricho dictado por la moda, ni tampoco por amor a la tecnología; mi elección vino determinada por una pura y urgente necesidad.

Un día, cuando la enésima lectora de tranvía pronunció su elegía sobre el perfume de los libros, mi mente desarrolló un pensamiento un tanto amargo: «El aroma de los libros es ciertamente poético, estoy de acuerdo, ¡pero por desgracia no puedo leer con la nariz!». Fue en ese momento cuando tuve la idea de una historia, cuya protagonista poseía la capacidad de leer con el olfato.

Comencé a formularme miles de preguntas: ¿qué podía implicar semejante habilidad? ¿Cómo podría emplearse? ¿Cuál sería la reacción de las personas «normales» ante esta capacidad? Parada tras parada, mi personaje empezó a adquirir sus rasgos, y antes de llegar al final del trayecto ya tenía un nombre, una edad y una personalidad bastante definida.

Escribir El aroma de los libros para mí no ha sido solo contar una historia, sino también y, sobre todo, recuperar el aroma de los libros.

Desy Icardi

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